Entrevista a Carlos Castán
Por Elena Gené
Fotografías: Lydia Solans ©
Las citas que abren La mala luz, primera novela de Carlos Castán, presagian la atmósfera en la que se desarrolla. «Meterse en la cama a morir es algo hermoso, dejar de luchar, descontraer los músculos tras el esfuerzo titánico, una fragilidad que por fin cede» es uno de los pasajes que podrían recrearla. Un aullido literario que invoca a la muerte como fin del sufrimiento, y un ejercicio de memoria e indagación personal del que destaca la manera en que el autor narra la esencia de las cosas, casi a modo de revelación.
La novela, que concentra toda tu temática literaria, no sólo muestra una gran habilidad narrativa, sino que parece responder también a una acuciante necesidad de contar. ¿Ha sido así, te has sentido impelido a escribirla?
Lo cierto es que sí. En general, la literatura que me interesa como autor y como lector es aquella que obedece (o parece obedecer) a esa necesidad irrenunciable de la que hablas, los libros que nos cuentan lo que alguien, en un momento dado, considera que no puede no ser dicho. Quizá en el caso de La mala luz esto me sucediera de un modo especial, así como tenía la sensación, desde el principio, de que no podría estar escribiendo ninguna otra cosa.
El lector termina con una sensación semejante a la referida por el narrador cuando habla de esa especie de virus que se contrae con la lectura de algunos libros. En ese aspecto la novela tiene algo de extenuante. ¿Lo ha tenido también para ti?
Al contrario, a pesar de la intensidad de algunos pasajes es un libro escrito despacio, con una calma extraña y en un estado como de desasosiego manso en el que las palabras más terribles acudían serenas.
¿Has padecido el aspecto despótico de casi toda creación? ¿La mala luz te impidió pensar en otra cosa que no fuera su concepción y desarrollo?
Afortunadamente ocurrió algo de eso: la obsesión funcionó. Quienes carecemos casi por completo de oficio y disciplina, dependemos de la obsesión. Sin ella estaríamos vendidos, no habría obra, no habría nada.
¿Con qué dificultades o ventajas te has encontrado respecto al cuento?
En mi caso, los relatos suelen tener una determinada intención. En la novela, por el contrario, hay una pluralidad de intenciones dispuestas como en red, afectándose las unas a las otras. La extensión de la novela permite cosas que entiendo que en el relato son algo más comprometidas, como el cambio de registro en las distintas escenas, la complejidad del monólogo interior o la incorporación de digresiones que, aunque al servicio de la historia, se apartan por momentos del hilo conductor. Yo creo en las historias, y creo que cada una de ellas requiere no solamente un trato particular en cuanto a textura, tono y voz, sino que también reclama su propio ritmo y su extensión adecuada. Se me ocurre añadir que por las historias contenidas en los relatos pasé como por hoteles de paso y en ésta, en cambio, me quedé a vivir.
«La trama es una vulgaridad burguesa», decía Nabokov. ¿Qué importancia le has concedido tú y qué peso adquiere en la novela?
Está claro que no he puesto el acento en la trama. No suelen interesarme demasiado las historias por sí mismas ni la complejidad de sus urdimbres y sus artificios, así como no me gusta, en general, la literatura que nace de la ocurrencia. Lo que verdaderamente tiene peso en este libro es el monólogo interior del protagonista, un pensamiento inevitablemente condicionado por cuanto ocurre a su alrededor, por la acción, y al mismo tiempo por esa búsqueda introspectiva que se dirige al pasado y pregunta por la raíz de su deseo y al centro de su propio miedo.
Parece necesitarse todavía una jerarquía que permita categorizar los diferentes géneros, ¿cabría reivindicar una escritura libre de cánones?
Como lector hace ya un tiempo que mis preferencias se van decantando hacia esos géneros híbridos entre la novela tradicional y el diario con elementos traídos del ensayo o de la literatura epistolar. Ejemplos hay muchos: en nuestro idioma, Giralt Torrente, Abad Faciolince, Del Molino, Gracia Armendáriz, ese es el tipo de escritura que verdaderamente me atrapa. También el género del relato ha vivido demasiado tiempo excesivamente encorsetado. Hace ya muchos años, cuando en el mundo del cuento circulaban de mano en mano los famosos decálogos sagrados de este o aquel autor, yo quise desmarcarme con una conferencia que titulé «Estructuras rotas» y que reivindicaba la necesidad de un adiós a todo eso.
Llama la atención la esencia cinematográfica de muchas de tus imágenes, ¿hasta qué punto ha influido el cine en tu literatura?
Creo que mucho, francamente. No deja de ser una dimensión más de la propia experiencia. Está cuanto te ha ocurrido, la biografía personal con sus éxitos y reveses, y está asimismo lo que se ha ido absorbiendo de otros modos a lo largo del tiempo, principalmente las lecturas, pero también la música, cómo no, y por supuesto el cine, el sinfín de películas que han ido configurando nuestra constitución emocional. Moral y estéticamente estamos hechos también de todo eso.
Hay en la novela una inquietante reflexión sobre la quietud y superioridad de los objetos que nos sobreviven. Concretas en ellos la abstracción de conceptos como el de la muerte, por ejemplo, brillantemente sugerida a partir un par de zapatos negros. ¿Es en esta mirada que va más allá de lo que te rodea lo que te define como escritor, el tratar de descifrar una realidad presentida?
No sé qué me define, pero desde luego eso que nombras me interesa particularmente. Y también la forma que tiene de quedarse todo lo que se va, cómo nada desaparece sin dejar un rastro, llámesele recuerdo o suciedad, luz o herida. Y, descendiendo más al detalle, siempre me ha conmovido la orfandad en que quedan los objetos personales de alguien que ha muerto, cómo cuentan su historia y evocan y mienten a partes iguales y terminan pareciéndose a perros tendidos sobre la tumba del amo.
Reflejas la amistad como coincidencia vital y literaria, nacida del reconocimiento en el otro. También como deseo de salvación y la imposibilidad real de hacerlo. En ese aspecto tu novela encarna lo complejo y lo voluble de las relaciones. ¿Era algo que te interesaba reflejar?
Sí, anda por ahí, puesta en juego, la cuestión de las relaciones humanas y su insuficiencia a la hora de combatir la radical soledad del hombre, su brutal aislamiento a pesar del lenguaje o las caricias. Y también el eterno tema de los otros como verdadero infierno y a la vez como única solución posible.
El padre de Jacobo es superviviente del exterminio nazi. Al relatarlo denuncias lo fluctuante de la sensibilidad ante el horror. ¿Temes que se malinterprete la comparativa que haces entre la experiencia a la que obligaba el servicio militar en la España de los 80 y los campos de Auschwitz?
El personaje narrador deja claro, a mi entender, que la diferencia entre uno de aquellos cuarteles y un campo de concentración es enorme, abismal, todo lo kilométrica que se quiera, pero añade que se trata de una diferencia sólo cuantitativa: lo mismo pero más. Haber estado en uno de aquellos cuarteles permite ponerse en situación sobre lo que pudo ser la vida en un campo, igual que el hecho de haber sentido en algún momento dolor físico nos permite comprender la brutalidad de la tortura. Es una cuestión de escalas. Para escribir sobre la desesperación, por ejemplo, no hace falta haber estado al borde del suicidio, pero sí tener una especie de base, un dolor por doméstico que sea que luego la imaginación creadora pueda ocuparse de amplificar.
«Lo verdaderamente terrible son los años perdidos por venir. Todo lo que llegue vendrá más pálido y más débil, si es que no nace muerto». La actitud de tus personajes es esencialmente nihilista, ¿de qué modo ha afectado a tu escritura tu formación filosófica?
A veces la esperanza es un alimento bastante venenoso, una pesada carga, y hay algo de consuelo en abandonarla del todo. Es difícil determinar qué nos está afectando a la hora de escribir y qué sombras nos acompañan mientras lo hacemos. La forma de leer el mundo que me proporcionó la filosofía es inevitable que esté ahí aunque, en cualquier caso, todo ese rastro lo veo más en forma de pregunta que de tesis.
El protagonista es un hombre habitado de recuerdos cuya evocación se va volviendo tortuosa. ¿Qué relevancia adquiere ese ayer que deforma y del que hablas en la novela?
Quizá toda la vida es el ayer, como dice el tango. Estamos hechos de pasado. No somos apenas otra cosa que pasado. Somos carne que recuerda. Todo cuanto hemos visto y sentido, lo que nos ha sucedido, lo que hemos hecho, es lo que conforma nuestro ser, el mapa de nuestros miedos y nuestros deseos, absolutamente todo cuanto somos. La verdadera alma es la memoria, no hay apenas nada más.
La soledad que asedia a tus personajes les lleva a buscar refugio en los libros. El protagonista dice de ellos: «acertaron a devolverme a la vida». ¿Concibes el arte como salvación?
En el libro aparece una sentencia de Braque que define el arte como herida hecha luz con la que me siento bastante en sintonía.
Tus escritos denotan una técnica extraordinaria, como si el lenguaje se doblegara dócil a tu antojo. ¿Experimentas esa saciedad narrativa que se intuye en tu escritura?
Lo que puedo asegurarte es que el lenguaje no se doblega dócilmente ni muchísimo menos. Pero me gusta esa pelea contra mí mismo y contra las profundidades de mi idioma.
Tu temática narrativa parece ejercer de contrapeso ante una cada vez mayor banalización. ¿Pudiera este aspecto diferenciarte del resto de autores del momento?
No, en absoluto. Conozco bastantes autores del momento, algunos de ellos escandalosamente jóvenes, cuyas obras no son para nada banales. Lamentablemente, no siempre son las más visibles en las mesas de novedades, pero ese es otro tema.
Afirmas que uno ha de escribir lo que de no ser por él nunca se escribiría. ¿Esta idea te permite una mayor libertad?
Aunque por supuesto no es algo que pueda tomarse al pie de la letra, es una forma de ver el asunto que me gusta y guarda cierta relación con lo que hablábamos antes acerca de las tramas: creo que cada escritor debe preguntarse sobre qué es aquello que sólo él puede decir y que en caso contrario quedaría en silencio para siempre. Normalmente no resulta fácil dar con ello y a mi modo de ver esa búsqueda forma parte del proceso creativo. Por otra parte, la gente siempre ha tenido necesidad de historias, de ficciones. Eso ha sido así desde siempre. Pero ocurre que hoy en día esa necesidad se ve satisfecha por otros medios (series de tv, películas, best sellers…). La literatura, para serlo, debe aportar algo más.
Dicen que uno se siente culpable de los libros que ha publicado, ¿te reconoces en esa afirmación?
Me identifico mucho con una frase de Félix Romeo en Dibujos animados que dice: «El pasado es un tiempo en el que yo era culpable». Pienso en ello (y en él) y te contesto: no, ya no.
Bolaño afirmaba que la mejor poesía de siglo XX se ha escrito en prosa. ¿Estás de acuerdo?
¡Ojo con la poesía en verso escrita en el siglo XX! Pero sí, entiendo lo que Bolaño quiere decir y, si no con la letra, sí estoy bastante de acuerdo con el espíritu de la afirmación.
¿Constituye la escritura un antídoto ante la desgracia por la posibilidad de transferirla a una dimensión literaria?
Nunca he querido ver la escritura como antídoto contra nada ni como manera de exorcizar demonio alguno. En realidad, ni siquiera sé si sana o daña más, de verdad, no estoy seguro. En mi caso sé que se trata de algo simplemente inevitable, eso es todo.
Elena Gené (Madrid, 1974). Abandonó los estudios de derecho en cuarto curso para dedicarse al periodismo, medio en el que lleva dieciséis años colaborando en las principales emisoras aragonesas y dirigiendo la emisora municipal de Cuarte desde el año 2006, tarea que compagina actualmente con la dirección del área de comunicación del Ayuntamiento de la misma localidad.