«De manera provisional tomaría prestadas unas páginas de un escritor llamado José Gayga, hacia el que sentía brotes de admiración, un tipo que al paso que iba llegaría lejos en el camino del olvido». Lo dice Julián, uno de los personajes de Muchos años después, la última novela publicada de José Antonio Gabriel y Galán (Plasencia, 1940-Madrid, 1993). O José Gayga, si damos por hecho que detrás de ese escritor admirado por Julián está el propio autor. Hay premoniciones que una vez escritas se convierten, pasado el tiempo, en una realidad incuestionable y puede que esta sea una de ellas. Esperemos que esa hipótesis de Julián no suceda y aún estemos a tiempo de recuperar a una de las voces más interesantes y complejas de la literatura española del último tercio del siglo XX.
1. Lectura
La pieza fundamental de la obra literaria de José Antonio Gabriel y Galán son sus personajes. Todo gira alrededor de sus tribulaciones existenciales, de su memoria o del lugar que ocupan. Mantenemos con ellos una relación ambigua: los rechazamos por su inoperancia y su pasividad y, a la vez, empatizamos con su manera de afrontar lo que les rodea. Una forma de estar al margen, siempre entre dos aguas. Son seres frágiles, vulnerables, acosados. Buscan refugio en su propia interioridad o se abandonan a una realidad inmaterial, fantástica, lo que les impide entregarse al exterior. Como le ocurre a Pedro Vergara, el protagonista de El bobo ilustrado: en un Madrid convulso, el de comienzos del siglo XIX, no es capaz de comprometerse ni con los afrancesados ni con los llamados patriotas, por eso emprende una huida hacia sí mismo, al encuentro de un mito particular, la inalcanzable Rahel Levin. Un modelo de conducta que ya aparece en la primera novela del autor, aún inédita, titulada Idea fija en Montparnasse (1965). Una excelente primera novela, dicho sea de paso. Se trata de la crónica de una espera y de la frustración que provoca la expectativa de algo que quizás nunca llegará. La incertidumbre es una condena que le impide hacer nada con su alrededor, ni siquiera mirarlo. A lo sumo se conforma con mantener fija su mirada en varios puntos que, como él, permanecen en segundo plano: una calle solitaria, el hueco del ascensor, un espejo entrevisto.
Personajes encerrados en sí mismos, incomprendidos, que aspiran a vivir completamente aislados. Como Sol, la protagonista de una narración que el autor dejó inacabada y que, según nos explica, desea «una celda de aislamiento para poder aliviarse con un silencio total». Les cuesta comprometerse con la acción, porque son agentes teóricos, perdidos en divagaciones personales y en reflexiones que les acaban desorientando aún más («En ocasiones envidiabas a esa gente que lo tenía todo claro, que conocía con precisión dónde estaba su mano derecha», El bobo ilustrado). La teoría es abrumadora. Continuamente se preguntan quiénes y cómo son, cuáles son sus límites y qué espacio deben ocupar. Esa amalgama de pensamientos, deshilvanados, inconexos, les conduce a un cierto conformismo, a una resistencia pasiva y siempre a la insatisfacción. Por eso buscan un punto de apoyo con el que poder escudarse. Sin embargo, sus referentes se vuelven contra ellos, convirtiéndose también en motivos de asedio, con Sartre, Camus y Beckett a la cabeza. Sus constantes referencias no son un simple alarde culturalista. No rompen el hilo lírico ni narrativo de su obra. Son un ejemplo más de cómo esa teoría acumulada, lejos de incentivarles, les paraliza. Cargan con el peso de su propia cultura y la del país en el que viven. Su caída no es sólo un descenso personal, sino el reflejo de una sociedad en perpetua decadencia. Personajes de raíz existencialista, condenados a elegir, como ocurre en Punto de referencia: tienen que decidirse entre Marguerite Duras o García Márquez, Arrabal o Gide, Resnais o Minnelli, Truffaut o Godard. Una decisión importante, pues de ella depende su forma de ser y de estar en el mundo. Entran en una constante contradicción. Se les superponen diversos planos y no saben a qué o a quién atenerse. De ahí que afronten continuas paradojas: viven de espaldas al mundo y buscan en él su reconocimiento; se niegan a cambiar, pero admiten que necesitan hacerlo; quieren ser útiles, aunque no saben cómo serlo; ven en el pasado una referencia que alumbre su futuro, cuando en realidad lo que pretenden es conquistar el presente; aparentan no depender de nadie y están, por el contrario, fuertemente aferrados a la aceptación ajena; se encuentran a las puertas de algo, pero no pueden entrar; huyen para regresar de nuevo. Pensemos en Julián, Silverio y Odile, de Muchos años después. Tres personajes que viven al margen, si bien desearían formar parte del núcleo de escritores españoles (Julián), de las élites del Partido Comunista (Silverio) o del ballet de Marta Graham (Odile). Lo que temen, en el fondo, es pasar desapercibidos. No ser más que seres anónimos, desencantados, condenados a llevar a cabo luchas intrascendentes, aventuras individuales, jugándose la vida en actos insignificantes, anodinos. Como el Roto, un «búho solitario» de la periferia madrileña, en A salto de mata. Ninguno es lo que se había propuesto ser. Se resignan a la idea de que tienen lo que les basta. Todo ello les conduce a un proceso de autodestrucción («no se juega contra el casino, contra el croupier, contra nadie, se juega contra uno mismo», Muchos años después). Sólo la idea de haber tocado fondo les procura algunas dosis de consuelo. En ocasiones esa desorientación hace que se aproximen a la locura, buscando una verdad irracional que, con algo de suerte, les conduzca al ingenio. La locura o, maticemos, la apariencia de locura. Fingirla no es más que un mecanismo de defensa ante un mundo que les resulta adverso. Una actitud quijotesca, en definitiva. Por eso apuestan por lo irracional, por el delirio. También por la violencia, asociada principalmente a la actividad sexual. Ahí es donde demuestran ser personajes turbios, déspotas o resentidos. Por una vez no piensan, simplemente actúan. Son en ese momento seres animalizados. El sexo, también el incesto, es el escenario donde aflora el rencor, la crueldad, el enfrentamiento, la culpa y, a pesar de ello o precisamente por eso, el júbilo y la ternura.
2. Escritura
En más de una ocasión, habló Gabriel y Galán de dos tipos de autores: los que se juegan la vida en su escritura y los que no se la juegan. O dicho de otra forma: escritores y artesanos. Los primeros asumen el riesgo no sólo como aportación técnica, sino como actitud ética, vital y literaria. Los segundos, aun con apariencia de originales y con la siempre suculenta etiqueta de autor experimental, van sobre seguro. Gabriel y Galán no dejó de indagar en la forma, en el estilo, explorando distintas voces, aportando nuevos giros lingüísticos o, en fin, mezclando diversos registros. Sin abandonar tres premisas: ser claro, conciso y directo. Su obra evoluciona desde un cierto afán vanguardista, rebelde, hasta una forma de decir mucho más trasparente, serena, «de madurez asumida», como señala Marta Comandone de Cohen. Esa progresión es muy clara en los tres libros de poemas que publicó: Descartes mentía, Un país como éste no es el mío y Razón del sueño. Tres libros estéticamente muy distintos. Se dirían, incluso, escritos por diferentes autores, aunque en los tres encontremos ciertas claves u obsesiones vitales que se repiten, muchas de las cuales comunes a su narrativa. Esta disparidad, más allá de valorarse como riqueza lírica y apuesta por lo heterogéneo, jugó en su contra. ¿Dónde situar la poesía de José Antonio? ¿Es poesía épica? ¿Poesía reflexiva? También la crítica quiere andar sobre seguro. Más en un caso como el de Gabriel y Galán, quien se supo, antes que otra cosa, poeta. Ya lo demostró en sus novelas, sobre todo en La memoria cautiva, una obra que podría leerse como un extenso poema narrativo. Acertó Gonzalo Hidalgo Bayal al comparar su inicio con unos versos de Descartes mentía, cito: «Ambos quisimos un gran amor y tuvimos que conformarnos con uno pequeño», «A punto estuvimos de morir de amor, pero murió el amor y nosotros vivimos».
Existen dos aspectos externos que interfirieron en la vida de José Antonio Gabriel y Galán: el juego y su relación con el éxito. Dos preocupaciones que aparecen de forma nítida, descarnada, en sus Diarios (1980-1993). El primero entra en conflicto con su escritura: «El desasosiego me duró esa noche y el día siguiente: se enfrentaban una vez más el juego y la escritura. Venció como siempre el juego y a las cinco y cuarto de ayer ya estaba en el casino», anota en su diario en septiembre del 89. Ganar o perder es una forma, otra más, de poner a prueba su personalidad. La ganancia, escribe en otro momento, no es más que una coartada. No busca el beneficio, porque en el fondo sabe que es imposible. Los jugadores, explica, están inmersos en una situación límite, desnudos, exentos de los parches de la cultura. Por muy diferentes que sean, todos ellos se mueven por unas leyes paralelas. Luchan contra el azar con pequeñas manías y consiguen vivir enteramente en el presente. Se dejan la vida y, sin embargo, juegan y arriesgan para nada. Ahí residen el riesgo y la condena. Esa relación aparece con frecuencia en su obra literaria. Pensemos, por ejemplo, en «Último naipe», el poema que cierra Razón del sueño: «Hay veces en que un naipe / descubierto al desgaire / conduce a la melancolía. / En la última carta siempre asoma la nada». Es el «vértigo central de la partida», como anota en Punto de referencia. El juego no forma parte del ocio. Se trata de una actitud ante la vida que adopta como premisa la derrota («en la profunda realidad de que las personas son más felices perdiendo y que, en el fondo, perder es más cómodo que ganar», Muchos años después). El problema es cuando colisiona con la escritura. Lo explica perfectamente Julián, en Muchos años después: «era consciente hasta el empacho de la imposibilidad de jugar y escribir al mismo tiempo», y añade: «Afortunado en el juego, desgraciado en el arte». Por último: «El juego sustituye a la escritura; la escritura sustituye a la masturbación; la masturbación es sustituida por el juego; luego masturbación y escritura son sustituibles: el juego no».
Su relación con el éxito también fue motivo de preocupación. José Antonio se creyó maltratado por la crítica, y puede que no le faltara razón. Remito nuevamente a sus diarios. Allí nos muestra ese desasosiego por no ser incluido, una vez más, en la lista de narradores o poetas más significativos del momento. Una exclusión que le produjo en diferentes episodios cierta angustia. «Tengo la impresión de que me moriré sin que nadie me conozca, ni siquiera yo mismo», escribe en noviembre del 88. Esa falta de reconocimiento le condujo a dudar sobre la calidad de su obra, sobre las relaciones que debería haber mantenido, sobre la vida literaria y sobre su voluntaria separación de determinados círculos culturales decisivos. Al final, siempre aparece la idea de que se encuentra en la antesala de algo («Yo no he vivido. He pasado mi existencia preparándome para vivir», abril del 91). Como sus personajes, permanece a la expectativa, con la esperanza de que su nueva novela alcance el grado de reconocimiento que no obtuvo el resto de su producción literaria. Quizás estuviera en lo cierto. José Antonio murió en su mejor momento creativo.
Más allá de eso, nos queda un autor que se jugó la vida en su escritura. Desde la dirección de El Urogallo, desde su oficio de periodista o de crítico, desde las tertulias del Alabardero y, claro está, también desde su obra literaria. Nos queda un autor poseído por la literatura, en palabras de Juan Cruz, a quien comentó en una ocasión que era imposible escribir nada hasta que no fuera más importante la escritura que la vida. Nos queda, en fin, la relectura de sus libros y un buen número de inéditos aún por publicar.
Álex Chico
(Artículo publicado en el número de noviembre de Quimera. Revista de Literatura)